En las calles de Tarija se hizo célebre un lustrabotas de mirada franca y voz oportuna: Raúl “Pantojita” Pantoja. Sin trofeos ni cargos, conquistó el afecto popular a fuerza de cortesía y entrega; bastaba verlo en la plaza con su caja de betunes para que la gente recordara que la bondad cabe en los gestos más simples.

Cada diciembre, cuando la ciudad se iluminaba con motivos navideños, él cambiaba betún por sonrisas: pedía unas cuantas monedas, sumaba voluntades y levantaba sus ya tradicionales chocolatadas solidarias, llenas de payasos, juguetes y esperanza para los niños con menos recursos. Su terquedad para hacer el bien parecía más fuerte que cualquier muro.
El cáncer intentó frenarlo, pero ni siquiera en los días difíciles se apagó su llama solidaria. Vecinos y familiares devolvieron entonces todo lo sembrado: donaron sangre, elevaron oraciones, ofrecieron aliento. Hoy, cada zapato reluciente y cada historia contada mantienen vivo a Pantojita, como resume con ternura su hija Griselda: “Te voy a extrañar mucho, papá”.

